LA FORMA DEL REALISMO MÁGICO

El término «realismo mágico» fue acuñado por el crítico de arte Franz Roh en un ensayo fundacional del mismo nombre, allá por el año 1925, para referirse a una nueva corriente artística posterior a las vanguardias en la que el arte recuperaba el realismo, pero desde una perspectiva subjetiva, plagada de atmósferas y referentes imaginarios.

No obstante, para el común de los mortales, el realismo mágico sigue siendo una corriente literaria de mediados del siglo XX, en la que destacaron escritores latinoamericanos como García Márquez o Julio Cortázar; ya que fue en este campo dono se vino a popularizar el término. Puede parecer extraño, por lo tanto, comenzar un texto sobre la obra de un escultor con este encabezamiento, pero fue éste el calificativo más comúnmente acuñado por diferentes críticos y escritores coetáneos para describir la obra de Ramón Muriedas. Una obra, que por su singularidad, era difícil de encasillar en cualquier corriente artística de la época.

Bien es cierto, que no sólo las influencias por él citadas, sino también por aquéllos que hablaban de él, le situaban muy cercano al ámbito literario. Su enorme afición a la lectura, y su amplio bagaje cultural le aproximaban a los clásicos, a los grandes poetas y novelistas del romanticismo y a otros tantos escritores de su tiempo.

Así tenemos a un Julio Caro Baroja que identifica a los personajes creados por Muriedas como poéticos y novelescos, salidos de alguna narración de Chejov; o al mismo artista, que habla de sus continuas lecturas de Rilke, Bronte, Withman o Bernandin de Saint-Pierre, lo que le sitúa, como él bien declaró en varias ocasiones bajo una fuerte influencia del romanticismo decimonónico, en cualquiera de sus manifestaciones artísticas.

Como él bien reconocía, reflejaba en su obra ese aire soñador y ensimismado de las atmósferas y los cielos nublados del norte. Fue ese mismo aire de ensimismamiento el que transmitió a los protagonistas de sus esculturas, que parecían haber sido retratados en el momento álgido de un trance. Y, en cuanto a esa marcada influencia del realismo mágico, sin ser muy consciente ni estar demasiado atento a cuanto de él se decía, declaró: “inconscientemente me voy siempre a la recreación de temas que tienen su origen en la fantasía. Muy poco me he fijado yo en la realidad, aun cuando modelara mujeres, hombres o niños”.

Y, para finalizar con el símil literario, habría que añadir que intimó personalmente y que su obra fue admirada por escritores de la talla de José Hierro, Álvaro Pombo, Manuel Mújica Lainez, Julio Cortázar o Juan Benet.

Como referentes escultóricos de su obra, destacar a Henry Moore y a Giacometti. Las texturas inacabadas y la estilización de las figuras del artista italiano estuvieron siempre presentes en su trabajo, y esta influencia hizo que muchos expertos, como Francisco Calvo Serraller o el director del Museo de Arte Contemporáneo de Budapest –G. Geza-, donde realizó una antológica en 1981, así lo reconocieran.

Trabajó el escultor mayormente sobre piezas de pequeño y medio formato. Esculturas a las que uno puede acercarse con facilidad y observar desde todos los ángulos posibles. Volviendo al paralelismo con otras artes, lo suyo no era la música de orquesta, sino la intimidad de un pequeño y exquisito grupo de cámara. Unas figuras de férrea estructura interna, de una cuidada perfección armónica y formal, que luego terminaba con una aire “aparentemente” libre,huidizo y desenfadado.

En sus esculturas, la figura humana parece surgir de algún elemento no definido de la Naturaleza -de una ondulante maleza o de la textura de rocas erosionadas-; y, según se mire, las mismas figuras parecen, de nuevo, ser absorbidas por ella en una suerte de imposible equilibrio entre orden y caos. De alguna manera, se intuye un oculto deseo de mostrar al hombre metamorfoseado por la sinuosa belleza del medio natural.

Sorprende también la enorme complejidad técnica de sus esculturas, resuelta con tal destreza que provoca que el más complicado artificio parezca un juego fácil y amable. Modelar la arcilla con esas texturas airosas, finas, sustentándose en el aire con acabados que desafiaban la gravedad, hacía que sus piezas fueran enormemente frágiles, pero ese inestable equilibrio, dotaba a sus esculturas de un aspecto etéreo, delicado y estetizante.

Y, hablando de equilibrio, hay que mencionar, que todos los que nos hemos aventurado alguna vez en el arte del modelado, sabemos lo difícil que resulta que una figura sedente se sujete sin peana. Muriedas sabía como equilibrar los pesos para que esos hombres firmes y estilizados se mantuvieran erguidos sobre unos simples zapatos, o esas preciosas mujeres lo hicieran sobre unos delicados pies descalzos.

Hay, por lo tanto, en la obra de este artista, disciplina y rigor. Sus esculturas, aparentemente amables e inocentes guardan callados secretos que ocultan detrás de esa mirada ausente, dirigida hacia un punto infinito. Su inquietante silencio, su incomunicación -hasta cuando son presentadas en grupo- y su gesto estoico, hierático, contrasta con el movimiento y la vida presente en sus ropajes, pelo y acabados.

Todos los personajes creados por el escultor podrían parecer el mismo, pero todos han sido conscientemente individualizados, cada uno de ellos está sometido a sus propias reflexiones, solos o acompañados, se muestran taciturnos ante el espectador. Cargados de misterio, firmes y orgullosos; delicadamente hermosos. Tal vez por todos esos motivos, las figuras de Ramón Muriedas provocan en todos los que las contemplamos una profunda, extraña y serena emoción.

Fuencisla Miguel Muriedas. Historiadora del Arte.